jueves, 13 de marzo de 2014

RELATO 11-M, DE PABLO LORENTE

Estos días se cumplen 10 años de los atentados terroristas del 11-M.

Entre tanto dolor queda la literatura. Este relato se publicó en mi libro Relatos desde ninguna parte (Eclipsados, Zaragoza, 2010) y tiene los atentados del 11-M como telón de fondo. El libro está agotado en papel pero os podéis hacer con él en versión digital: https://literaturame.net/libro/relatos-desde-ninguna-parte/.
Sirva como homenaje.

ÉRASE UNA VEZ EN UN LEJANO PAÍS
In Memoriam

Lejos. En un país lejano de cualquier sitio o de cualquier región que está lejos incluso para sus vecinos, un hijo de puta enciende una vela, con ese pequeño acto acaba de construir su obra, en total, hay 193 velas ardiendo.
El escenario no es grato ni desagradable, se diría que huele a comida pero no hay datos que lo confirmen, tampoco si el gran hijo de puta está feliz o triste, seguramente no estará en ninguno de esos extremos absurdos, permanece, como la mayoría de los seres humanos, indiferente al paso del tiempo. Como la gran mayoría, con una ciega confianza en que las agujas del reloj no corren para él. Y puede que así sea, en las paredes sucias, no se ve ningún reloj que entorpezca su camino hacia la inmortalidad, también sus muñecas están libres.
Ha encendido la vela con parsimonia, pensativo, ceremonioso, con un rictus seco, irritantemente serio. En una esquina de la habitación se ve un ordenador parpadeante y un correo electrónico que vomita algo de información que, en principio, no es ni importante ni insustancial, como casi siempre.
La habitación no nos puede dar indicios, paredes blancas ajadas por el paso del tiempo y por las inclemencias meteorológicas, un huracán quizá, una tormenta de verano, aunque no sabemos si allí, en verano, caen tormentas; es sólo un tópico, como casi todo, como esas velas que ya no indican nada, acaso la memoria, acaso el odio, la nada, la caída en el abismo de la indiferencia por la vida, una tortilla, el canto de un gallo, una lagartija tostándose al sol, una mujer, su madre tal vez, la memoria de su hermano desaparecido en los grandes proyectos de la blanca eternidad, la nieve en la montaña, una ola del mar de hace 23 años, el recuerdo de una cerveza, quién sabe.
En las paredes no hay nada, ni un clavo, ni un póster del Real Madrid, ni una foto de Peret, ni un calendario, la muerte tiene esas cosas, nada importa demasiado, si acaso la llama eterna de una vela velada por la teoría del kilómetro sentimental, o la milla sentimental, la milla verde, el opio millado, ya no sé ni lo que digo.
Está mirando la vela, lo tengo de espaldas, y no tengo ni la remota idea de qué estará pensando, sé que la cerilla con la que ha encendido la vela se ha consumido entre sus dedos y no ha hecho ni un solo aspaviento, ni una muestra de dolor, ni un leve respingo siquiera, lo bueno del dolor es que se elimina con más dolor, así que a lo mejor la vela le ha dolido, o quizá le haya alegrado, no sabemos cómo piensa un hijo de puta.
Hoy en Madrid se ha suicidado una persona, el dato es irrelevante, en ese país que llaman España, tierra de naciones y crisol de culturas y civilizaciones donde ya muere más gente por suicidio que por accidentes de tráfico; me pregunto cuál es la diferencia ¿acaso no es un suicidio conducir a 140 kilómetros por hora? Puede ser pero a eso se le llama accidente, ¿no es también un accidente vital tirarse a las vías del tren —en mi pueblo los suicidas se van a tomar el tren literalmente— o lanzarse desde un puente por muchas mamparas de metacrilato que se pongan? No lo tengo claro pero es más fácil lo del accidente, si no quién iba a cobrar los seguros, ¿a cuánto pagarán la vida de un accidentado este año? Y la pregunta definitiva, ¿para cuándo un seguro de suicidio? Sería una medida de choque excelente, “no se pagará nada si el suicidio transcurre antes de un plazo de dos años”, se imaginan la cantidad de posibilidades que los suicidas tendrían de hacer cosas que quizá los salvaran, no sé, digamos enamorarse atracar un banco hacer ala delta partirse la crisma escalando los Mallos de Riglos irse de putas mandar a tomar por el culo a su jefe estudiar tres carreras convertirse en poliglota ser la primera mujer en completar los catorce ochomiles hacer el camino de Santiago a la pata coja hacer el pino puente en la Torre de Pisa robar las joyas de la corona visitar el Prado romper un Stradivarius destrozar El Bulli acertar el gordo de Navidad volverse a enamorar decapitar a varios pederastas darle al gobierno la respuesta a la crisis económica encontrar petróleo en los Monegros montar un bar de tapas donde sólo se vendan champiñones mejorar la genética del ternasco de Aragón hacerse militar profesional o simple honrado mercenario ganar el Rally de Montecarlo aprender a leer y releer Cien años de soledad ganar amigos perder de vista enemigos arreglar el problema educativo montar un orfanato en la India fomentar varias guerras internacionales y ganar el Premio Nobel de la Paz, o quién sabe, por qué no, tener un accidente de tráfico.
El caso es que hoy en Madrid se ha suicidado una persona, eso dice el ordenador ultramoderno que vomita correos electrónicos extraños, hoy es doce de marzo de 2010, una fecha como otra cualquiera, aunque el caso es que el doctor Martínez, ayer a las siete y media de la mañana, se pegó un tiro en la ambulancia en la que estaba a punto de acabar su turno. Antes de apretar el gatillo de su Beretta 9 milimétros —hacía exactamente seis años que la tenía— se había enchufado una dosis mortal de morfina, así que nadie dudó de su convencimiento. Su mujer, viuda desde hacía seis años exactamente, supo que aquel día descansaría por fin porque su marido podría descansar al fin, supo que podría volver a viajar en metro y supo que su marido era, sin más ni más, una víctima más, así que las lágrimas, abundantes, densas e infelices, le supieron por momentos dulces aunque a nadie se lo confesaría nunca.
En un país lejano, un hijo de puta recibía un correo electrónico donde se le informaba de que un tal doctor Martínez era una víctima más, y un hijo de puta de un lejano país encendía una nueva vela, 193 velas en total.
Desde la otra punta del mundo, un hijo de puta de un lejano país descuelga el teléfono y da una orden. Treinta y cuatro segundos después, 193 velas se apagan de repente por la detonación de un misil Tomahawk lanzado por un avión no tripulado de una fuerza aérea no identificable.

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