jueves, 27 de enero de 2011

RELATO DE PABLO LORENTE: RELATOS DESDE NINGUNA PARTE

Alfaguara y otras grandes editoriales distribuyen para la difusión de las nuevas novelas el primer capítulo de la misma, yo, un poco más humildemente, os propongo la lectura de uno de los cuentos que componen Relatos desde ninguna parte que estará ya a la venta la primera semana de febrero.

El relato en cuestión fue ya publicado hace tiempo, en formato digital, en el número 9 de la Revista Narrativas.
Espero que os guste



SEGUIR OBSERVANDO

Mirar el reloj. Me despierto todos los días cinco minutos antes de que suene, todos los días, cinco minutos, antes incluso si no tiene que sonar. Recolocarme la espalda, despertarme con ese maldito dolor todos los días, cruje, se mueve ligeramente hacia la derecha, se pone en un su sitio y hasta mañana me dolerá cada cinco minutos más o menos, todo el día. Un rato de bicicleta, las pesas, la ducha, el afeitado, traje, corbata a juego con la camisa favorita de todos los días; todos los días tengo una favorita, un poco diferente a la anterior de tal modo que sea siempre la misma. Escoger un traje oscuro entre todos los trajes oscuros para desvanecerme, pasar inadvertido, que no se me vea, que mi bulto, bastante grande por otro lado, quede desdibujado, mi rostro borrado como por arte de magia; traje oscuro, corbatas aburridas, discretas, sin gafas de sol, corte de pelo marcial, invisible, todo en mí está desdibujado, y que lo siga siendo.
Cuando me miro en el espejo me pregunto si la gente me ve, y si me ve, qué es lo que pensará. Me rodea ese silencio de las madrugadas, cuando los chicos ni siquiera son conscientes de que tienen que ir a clase, cuando a las calles, recién colocadas en su sitio de todos los días, sólo tienen acceso los panaderos y algún soñador trasnochado. La ducha rompe el silencio sepulcral de mi casa invisible, los siguientes sonidos componen el ritual obligado, tantos años repetido: comprobar que todo está en su sitio, coger el arma, sacar el cargador, contar las balas, comprobar que la primera podrá salir con la mortal naturalidad para la que fue concebida, que el martillo percutirá en la base, que la bala saldrá girando sobre sí misma cortando el aire a 350 metros por segundo para alcanzar su objetivo con precisión; meter el cargador, mover hacia atrás la corredera y comprobar que el seguro está puesto. Enfundar el arma junto a los dos cargadores en la sobaquera y salir de casa.
Comprobar mentalmente el programa de hoy, la nueva ruta hasta el colegio de los niños, dejarlos; nueva ruta al despacho, nuevas rutas para viejas rutinas. Mirar por la ventana buscando algo fuera de su sitio. Después, bajar por las escaleras, nunca por el ascensor, caminar despacio, en silencio.
Cuando llego al portal nunca saludo, apenas miro a la cara, sólo a los ojos, a la espera de algún gesto extraño; observo mucho más los gestos, busco las manos, la posición de las piernas, bultos extraños en la cintura.
Salir a la calle es el primer gran paso de cada día, salida rápida pero reflexiva, con decisión pero con calma, mirar a izquierda y derecha, y comenzar a andar, observando de nuevo todo y a todos, creo que eso es lo peor de mi trabajo, ni siquiera el hecho de no poder relacionarme con nadie, observar. A veces tengo la sensación de que los ojos me duelen, no es cansancio, es dolor. Observar tanto en un lugar donde nadie me conoce, y donde mi máxima aspiración es no conocer a nadie.
Me paro en el bar de la esquina, sólo tiene una puerta de entrada, y un par de ventanas amplias, están altas, pido un café y señalo con el dedo algo para comer, no quiero hablar, mi acento es extraño aquí, el tono de mi piel delata mi procedencia inexacta, de todas formas basta con pagar al final. Me siento en frente de la puerta, hojeo un periódico y sigo observando. Sé que sería inútil, que si me quisieran pegar un tiro no tendría tiempo para desenfundar y disparar, siempre ha sido así, son manías del oficio, no tendría tiempo, tan sólo podría confiar en que fallaran. El chaleco hace tiempo que no lo llevo, pesa demasiado y se nota mucho, es tan absurdo como ponerse una diana en la frente. Seguir observando. Y ese dolor de espalda.

INVESTIGACIÓN PUBLICADA POR 'THE NEW YORK TIMES'[1]
El FBI afirma que agentes de Blackwater mataron injustificadamente a 14 iraquíes
§  Sólo tres de las 17 muertes pueden justificarse como una respuesta a una amenaza
Actualizado miércoles 14/11/2007 08:43 (CET)

NUEVA YORK.- Los agentes de la compañía privada de seguridad estadounidense Blackwater dispararon injustificadamente contra al menos 14 de los 17 civiles que murieron en un incidente en Bagdad en septiembre pasado, según una investigación del FBI cuyos resultados publica 'The New York Times'.
La investigación de los federales aún no ha concluido, pero sus hallazgos, que indican que los empleados de la compañía usaron sus armas de fuego de forma imprudente, ya están siendo examinados por el Departamento de Justicia.
Según el diario, que cita como fuentes a civiles y oficiales militares que han facilitado información a los agentes del FBI, no hay evidencias que apoyen las afirmaciones de los empleados de Blackwater de que respondieron al fuego de civiles iraquíes.
La investigación del Departamento Federal estima que sólo tres de las 17 muertes ocurridas en la plaza Al Nasur de Bagdad pueden justificarse como una respuesta a una inminente amenaza en virtud de las leyes sobre el uso de la fuerza letal para las compañías privadas de seguridad en EEUU.
Los hechos se remontan al pasado 16 de septiembre, cuando un grupo de agentes de Blackwater dispararon contra los civiles que se encontraban en esa plaza bagdadí, causando 17 muertos y 27 heridos, según apuntó una investigación de las Fuerzas de Seguridad iraquíes.
Este incidente provocó gran conmoción entre la población y las autoridades de Irak y a raíz de ese tiroteo el Gobierno ratificó una propuesta de ley para retirar la inmunidad a todas las agencias de seguridad extranjeras que actúan en el país e introducir nuevos requisitos.
Según 'The New York Times', el FBI ha concluido que algunos de los cinco guardas de Blackwater que se encontraban aquel día en la plaza abrieron fuego y que la investigación se centra en particular en uno de ellos, porque fue responsable de muchas muertes.
El mes pasado, las familias de algunos iraquíes que murieron en el incidente demandaron a la compañía Blackwater por considerar que violaron la ley y fomentan una cultura "de anarquía legal" entre sus empleados.
En esa demanda, presentada ante un Tribunal de Distrito de Washington, se destaca que los hechos del pasado 16 de septiembre fueron un "asesinato sin sentido".

Tenía que pasar, un recién llegado o alguien quemado por llevar demasiado tiempo en la zona, cualquiera que estuviera nervioso, un poco bebido, cualquiera. Tenía que pasar, esos descerebrados habían matado a 17 civiles, gilipollas de gatillo fácil. “Imprudente”, dice el periódico, por lo que me contó mi superior, iban en el convoy, con el miedo rutinario, alguien oyó una detonación y, de repente, empezaron a disparar como salvajes. Uno solo de nuestros convoyes tiene la potencia de fuego de un regimiento, gatillo fácil, munición abundante e inmunidad completa; se acabó el chollo.

Salir del bar mirando de nuevo los cuatro puntos cardinales, la mano derecha siempre libre, en la izquierda las llaves del coche, un coche siempre nuevo de tanto usarse, de cambiar de manos, de cambiar colores y placas de matrícula. Y la torpeza. La fingida torpeza de hacer caer las llaves al suelo antes de abrir la puerta, que agacharse no sea demasiado sospechoso, todo ello con tiempo. El acto de mirar los bajos del coche era tan instintivo como el de cargar el arma, todo en su sitio, y a pesar de ello, abrir la puerta era un nuevo paso más hacia el miedo, tan asumido como el dolor de espalda, pero miedo al fin y al cabo. Miedo ni siquiera amortiguado por la cinta adhesiva que llevaba años pegando en la parte inferior de la puerta, había demasiadas puertas en aquellos coches. Un último gesto, mirar debajo del asiento y encender el contacto esperando con el aliento entrecortado, la voz del miedo dándote los buenos días, de nuevo.
Eso es precisamente lo que bastaba para comenzar la jornada, un “Buenos días” al protegido, tan parecido al interior que la única diferencia radicaba en las rutas, una nueva ruta para el colegio, para la oficina, la misma monotonía para distintas personas unidas por el peligro hipotético por la razón que fuera, personas unidas por el miedo. Con el tiempo, había aprendido a ver las distintas facetas del miedo, porque cada una de ellas, expresada de muy distintas maneras, se podía percibir con claridad, por ejemplo, en las arrugas que a aquél le aparecían en el entrecejo, a ella justo debajo de la nariz, a ese otro en el rabillo del ojo derecho. Arrugas que eran como un pasaporte hacia un futuro de miedo o de exilio, la certeza del miedo en sus rostros era lo único que a uno le tranquilizaba. La responsabilidad de la vida puesta en un hombre incapaz de hacer nada si alguna vez ocurriera algo, un hombre tan débil como cualquier otro con la única ventaja de llevar un arma incrustada en el sobaco, un arma que nada podía decir del temor, una pistola condenada al silencio más absoluto por deseo de todos.
La jornada era básica, que no te maten ni maten a quien proteges, sencillo: cambiar el turno con los compañeros que durante toda la noche habían intentado parecer personas y no estatuas somnolientas vigilando la noche y las sombras. Dar los buenos días y comenzar a caminar detrás de él, hoy es él y su niña. Una niña que sólo vislumbra la extrañeza cuando sabe que ese señor que la saluda cariñoso no es un tío, ni un primo de los padres, ni nada que se le parezca, sólo un señor de negro que nunca dice nada. Caminar a un metro medio por detrás y a medio metro a la izquierda, para poder controlar la calle, los coches que vienen, las motos que vienen, los coches mal aparcados, para poder controlar a un vigilante o a un tipo con cara de sueño y un periódico abierto entre las manos. A medio metro a la izquierda para que nada se interponga entre el cañón y un objetivo hipotético, todo controlado en el descontrol total.
La niña se queda en el colegio, siempre con un beso de despedida, y la vergüenza de tener que estar allí en ese momento íntimo. Siempre me giro cuando algo así ocurre, por vergüenza, algo también por timidez, pero sobre todo, por respeto absoluto hacia aquel acto fronterizo entre la vida y la muerte.
Y de nuevo el itinerario, todos los días tan distinto y tan parecido al anterior, hablar un poco de béisbol, o de fútbol, o de la película de la noche anterior. Me entendía bien con aquel tipo, sobre todo porque no hablaba y era dócil, no tenía inconveniente en cambiar de itinerario, o en recorrer kilómetros de más. No parecía importarle mucho aguantar la sombra perenne, tenía miedo, y se le notaba, sobre todo cuando tenían que viajar allí. Una vez al mes tenía que montar el operativo y, en ese momento, allí, el lugar de ninguna parte, nadie se quejaba nunca de nada, el silencio de los viajes sólo se rompía por sonidos de guerra en tiempo de falsa paz: viaje en helicóptero privado a Rota, viaje en avión privado a Aviano y luego, hasta Bagdad en un Hércules de comodidad limitada. En el extremo de la base estaba la nave de Blackwater, un fortín tecnológico y un arsenal repleto de ingenios para matar de última generación, era increíble lo que la tecnología había intentado para matar, matar mejor o herir con más exactitud.
Su función en aquel momento era proteger los intereses de la compañía en España, es decir, proteger al economista que se encargaba de cerrar los tratos de tecnología y armamento y, de paso, servir de enlace con la compañía. Era una especie de destino dorado antes de jubilarse, un puesto tranquilo, dando paso a las nuevas generaciones. Porque a estas alturas era ya una antigualla, una reliquia en comparación con esos tiarrones que parecían vaqueros del antiguo oeste, rubios de ojos azules que se pasaban el día entrenando con las consolas y gastando munición sin ningún tipo de freno cuando se aburrían de las pantallas. Los había visto actuar el número suficiente de veces como para tenerles miedo, sobre todo porque no detectó, en la gran mayoría de ellos, un atisbo de miedo, una sola arruga de temor, nunca.
Al bajar del avión, impresionado con el fulgor del sol de Bagdad, recordó la noticia del periódico y se alegró de no seguir en Irak, conocía a muchos de los protagonistas de la noticia, rondaban o superaban los 30 y habían dejado sus antiguas unidades, la mayoría de élite, por dinero. Llegaban allí un poco perdidos, pasaban de luchar por su patria a luchar por dinero, y eso, con el tiempo se notaba, porque el dinero no paga tu vida, y creo que precisamente  es lo que más nervioso te puede poner.
El estilo había cambiado en los últimos años, yo estaba acostumbrado a las operaciones limpias, silenciosas, militares en definitiva. Desde 1975 había actuado en muy diversos países, era prácticamente trilingüe y eso me allanó el camino. Yo también salí de un cuerpo especial que nunca desvelé, de joven tenía fama de silencioso, de excelente tirador y de ser tan hábil con las armas como para no utilizarlas en la mayoría de las ocasiones. Me enrolé con Bob Denard para la primera misión en las Comores, un puñado de hombres bastaron para derrocar al reciente presidente, Ahmed Abdallah, en unos días lo sustituimos por Ali Soilih, un presidente mucho más correcto para los intereses de la causa, aunque la única verdad es que Bob Denard era el presidente de facto. Cuando convino, tres años más tarde, regresamos para deshacer lo anterior y colocar de nuevo en el poder a Abdallah. Eran operaciones simples, llegar, atacar cualquier posición media para demostrar una fuerza aplastante basada en la táctica y en el armamento de última generación y dirigirnos al palacio presidencial. Si ahora el color de Blackwater era negro, por aquellos tiempo era gris, lo demás no cambia mucho: sin distintivo, sin banderas ni himnos, sin órdenes superiores más allá del comando, sin respeto hacia las convenciones internacionales, éramos militares en nuestro fuero interno, pero de la peor especie, éramos mercenarios.
Estuvimos allí algún tiempo para formar una guardia pretoriana de élite que debería mantener la paz y los intereses del que pagaba, por aquel entonces Francia. La guardia fue dirigida durante años por ex-oficiales salidos de los demócratas ejércitos europeos. Eran los años dorados.
Hasta cuatro veces derrocó Denard los regímenes que se iban sucediendo según soplara el viento y los intereses de Francia, Sudáfrica y otros países aliados, que veían el suelo de las islas como un territorio perfecto para hacer y deshacer en cuanto país africano se propusieran, según les conviniera. Denard bajaba a pasar revista una vez al día, caminaba firme, con toda su soberbia y elegancia. Bajaba de los despachos con un traje impecable y pasaba revista de forma implacable, una bota sucia, una camisa arrugada, nada escapaba a sus ojos. Así pasó el tiempo hasta que los paracaidistas franceses nos tuvieron que evacuar de manera urgente tras el asesinato del presidente en 1989, nunca supe demasiado bien qué había pasado, el caso es que nunca me interesó.
Tras salir de allí corriendo hubo muchos otros lugares, siempre a la sombra de Denard, por confianza, devoción y ya, a esas alturas, amistad. El mayor periodo de actividad lo vivimos con la compañía sudafricana Executives Outhome, un nombre curioso si tenemos en cuenta que durante años nos dedicamos a derrocar a cuanto gobierno subsahariano intentara perjudicar los intereses económicos de las compañías occidentales: liberación de refinerías, mantenimiento de la estabilidad en una cierta zona, aplastamiento de revoluciones, protección de minas y un largo etcétera. Poco a poco, la fama de la compañía fue tal que llegamos a ser el tercer ejército de África, la formación de todo el mundo allí era excelente, la mayoría eran miembros de las fuerzas especiales del ejército sudafricano y de otros. Tenían una buena tradición, lástima que detuvieran a Simon Mann en Zimbaue, algunos dicen que fue un chivatazo porque el hijo de la Thatcher estaba metido en el ajo, el caso es que no llegaron a Guinea para dar su golpe de estado, uno más.
Mientras Denard compartía sus actividades privadas clandestinas con las públicas, permanecí en Executives como asesor asociado principal, es decir, todo dependía de mí mientras Bob estaba fuera. En el año 1994, se avecinaba una gran tempestad en África, y eso no le interesaba a nadie, ni a los que nos pagaban, ni a los que algún día nos pagarían. Ya que nadie parecía querer hacer nada, lo mejor para todos era acudir a la ONU y ofrecer nuestros servicios para intentar pacificar, esta vez de verdad, Ruanda. Con un puñado de hombres se podría haber hecho, pero la ONU prefirió mirar a otro lado y no contratarnos, lo hubiéramos podido arreglar.
Desde los centros de información secretos de las Comores podíamos recibir las noticias casi al instante, captábamos hasta las transmisiones de los mandos de la ONU, así nos enteramos de que los soldados de la Unión Africana se escondían en los cuarteles mientras hutus y tutsis se mataban como en el principio de los tiempos. Al fin y al cabo, sólo era una vez más la misma historia, imágenes repetidas una y otra vez donde sólo cambian los acentos, colores o paisajes, lo demás es siempre la misma historia: Bosnia, Angola, Sudán, Afganistán, Irak y otros tantos sitios que sólo salen en los mapas por azar.
Y de vuelta a la realidad, allí estaban, en aquel hangar del antiguo aeropuerto Sadam Hussein, aquellos vaqueros rubios de ojos azules, comparando sus armas y exhibiendo los resultados de la última competición de tiro de la compañía. Y Bob Denard siempre en el recuerdo. Murió el 13 de octubre de 2007 a causa del alzheimer, esperando juicio en Francia, por una infinidad de golpes de estado, encubiertos la mayoría por el estado francés. Murió sin cumplir un sólo día de cárcel.
Aterrizar en Bagdad es como aterrizar en cualquier otro aeropuerto del mundo, sólo que allí al salir del avión uno se estrella con el infierno. En esos vuelos, casi nadie habla, y la mezcla de pasajeros no deja de ser curiosa. Un puñado de soldados que vuelven de permiso y que normalmente hablan en español, unos cuantos periodistas más preocupados por el chaleco antibalas y el casco que de otra cosa, algún que otro político o ejecutivo -a menudo ambas cosas-, de perfil huraño que nunca se sabe muy bien qué hace allí y nosotros, los servicios externos, los asesores, los mercenarios en realidad. Nuestro protegido tenía que llegar sano y salvo a la zona verde, en realidad nuestro trabajo era del todo inútil porque en Irak, a estas alturas, lo único que cuenta es el blindaje del coche.  Ese día íbamos a ganar 5.000 dólares, el precio de un servicio especial.
Día de negocios, reunirse con X, pactar la inmunidad para los últimos vaqueros que habían metido la pata a cambio de nadie puede imaginar qué, firmar un nuevo contrato por un tiempo indefinido y distribuir un nuevo escuadrón de hombres para formar a la nueva policía iraquí. Cosas del oficio, proteger al que iba a proteger a mis supuestos compañeros, proteger al que protegía nuestros intereses, proteger nuestros 15.000 dólares al mes, proteger el infierno que se había creado en ese país para seguirlo explotando hasta que se desmantelara por completo o no quedara nadie en pie, por fortuna, lo único que estaba claro es que había petróleo para rato. En el edificio, que ya por aquel momento debía ser el único de la ciudad con todos los cristales, pululaban los responsables de Global Risk Strategies, ArmorGroup, Kellog, Brown & Root, DynCorp y un largo etcétera. En los pasillos, en las torretas de vigilancia, por todas partes, nosotros: pelo rapado, gafas de sol, tíos fornidos con chaleco antibalas, subfusil, munición abundante y en el caso de los más jóvenes, la adrenalina al límite.
Por fortuna había conseguido salir de Irak, mi estilo vieja escuela no servía de nada allí, mucho más después de la chapuza de Nayaf, había tantos ejércitos en la zona que la coordinación era del todo imposible, sobre todo cuando el que mandaba allí, Estados Unidos, no tenía tantos miramientos con los supuestos aliados como debieran, se veía que el caos empezaría pronto. D      Después del encontronazo con las tropas españolas en Nayaf preferí buscar un destino tranquilo en España. Proteger al enviado de Blackwater en España era lo más parecido a estar jubilado, tan sólo tenía que ir una o dos veces al mes a Bagdad, llegar, negociar y volver a España.
La zona de Nayaf había recaído bajo la supervisión de España, y casualmente el objetivo de aquella época para Estados Unidos estaba allí. El gobierno español no autorizó la operación para apresar al clérigo Mustafa Yaffa Al Yacuba, lugarteniente de Muqtada Al Sadr, así que tuvieron que ser los Seal los que intervinieran. Dos días después de la operación, sin que los españoles se hubieran enterado de nada, los iraquíes rodearon Base España, culpándolos de lo ocurrido y exigiendo su liberación. Al cabo de una hora empezó el ataque.
Al principio se defendieron bien, los salvadoreños, que también estaban en la misma base, le echaron valor al asunto, al rato la cosa se empezó a poner difícil, la munición empezaba a escasear y tres de las cuatro ametralladoras de protección fallaron.
La mañana del 4 de abril de 2004 tuvimos que acudir, por mis orígenes y mi experiencia, los marines me habían asignado como enlace de las tropas españolas, eso a pesar de que nunca quisieron tener nada que ver conmigo ni con mi compañía. El general Coll era listo, sabía hasta donde podía llegar con nosotros, tanto en lo militar como en lo político, pero al final no le quedó más remedio: la llamada de aviso era alarmante. La base estaba completamente rodeada por una turba donde se mezclaban guerrilleros armados con Ak-47 y lanzagranadas, con manifestantes de toda edad y sexo. En un primer momento, sólo los francotiradores pudieron hacer blanco en medio de tanta gente. Al tiempo, el fuego se concentró hacia los puntos desde donde se les disparaba. Yo llegué a la hora y pico de haber empezado el fuego; nosotros nos desplazamos en Defender, esos helicópteros pequeños, manejables, casi acrobáticos. Junto a nosotros iban dos Apaches y dos Black Hawk que transportaban unos treinta Rangers y la munición de repuesto para los españoles. Al general Coll no le hizo gracia la llegada de nuestros helicópteros negros, tampoco le hizo gracia que los profesionales, los soldados de Estados Unidos hubieran tardado tanto, veía en ello la clara venganza por no haber capturado al clérigo. Un par de pasadas de los Apaches bastaron para limpiar el escenario, creo que mis hombres de negro no hicieron otra cosa que disparar a los civiles, aquello bastó también, pero para llenar las calles de cadáveres, una vez más. Después de aquello vi con claridad que había que salir de allí, los nuevos eran incontrolables y ya a esas alturas había visto demasiados ojos cerrarse innecesariamente.
Cuando lo peor pasó, y el general recibió el parte de bajas, me invitó a una copa de coñac español y me preguntó cómo podía trabajar con aquellos salvajes, yo le dije que eran cosas de la vida, que yo no elegía a la gente con la que tocaba trabajar. Por alguna extraña razón, aquel hombre demostraba hacia mí una deferencia que rayaba en la tristeza, aquel día más notable si acaso, supongo que por el recuento de bajas: el soldado salvadoreño Natividad y una cantidad indeterminada de civiles de varios centenares (imposible determinar cuántas causamos nosotros, aunque seguro que la mayoría).
Al irme del despacho, me apretó la mano y me preguntó por Denard.
Hubo muchos viajes, y algún que otro país. Más informes, más revisiones, más entrevistas para enrolar a futuros trabajadores para la compañía, también más marcas del miedo, muchas más, y muchos ojos cerrados de manera innecesaria, tantos, casi, como lágrimas derramaron los ojos que quedaron abiertos. Mi viaje la última vez fue directo y del todo impredecible, porque ya no tenía ningún lugar al que regresar. Allí me recogió una furgoneta negra, con matrícula oficial de la Secretaría de Estado de los Estados Unidos de América, mi última misión adquiría tintes oficiales de  matrícula roja de coche oficial de una Embajada.
No hubo banderas, ni ojos derramando lágrimas, ni grandes palabras. Mi funeral se resumió al agua del hisopo bendiciendo a un desconocido de nacionalidad y nombre sin importancia. El enterrador hizo su trabajo.   
Nadie acudió a mi entierro.


[1] www.elmundo.es. (14 de noviembre de 2007). http://www.elmundo.es/elmundo/2007/11/14/internacional/1195026157.html


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...