Pablo Lorente |
Igualdad y utopía
En su acepción social, la igualdad pertenece al campo de la utopía, esto es, del lugar no posible. Desde hace no mucho tiempo, el ser humano ha especulado con la posibilidad de que todos seamos iguales, tengamos las mismas oportunidades, los mismos derechos y las leyes nos juzguen a todos por igual. La utopía se halla presente en los textos religiosos, en los libros jurídicos y, sobre todo, en las reflexiones sobre la muerte (el Ubi sunt de Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre, por ejemplo), porque la muerte parece el máximo y, tal vez único, exponente de esta igualdad.
Numerosos literatos han reflexionado también al respecto, y aunque la utopía ha sido y es fértil, puesto que de alguna manera está integrada en cualquier mente bondadosa y biempensante, este pensamiento ha sido todavía más fértil en la distopía, esto es, el lugar indeseable.
Las ficciones de Dick, Asimov, Bradbury, Orwell o Huxley dejan poco espacio a la esperanza. En las novelas 1984 o Un mundo feliz hay hueco para la igualdad, no obstante, esta sólo se consigue atomizando la población a través de un sistema de castas. Cada uno de los integrantes de estas castas, seres humanos idénticos que harán idénticas faenas, sólo puede ser creado en laboratorios. El último ingrediente común de las distopías es la eliminación de la imaginación (notablemente de los libros), porque todo el mundo sabe que la imaginación, el imaginario colectivo, “crea monstruos”, y los monstruos interiores son del todo improductivos para ordenar una sociedad.
La modernidad se inaugura con el pensamiento más radical posible, resumido en las tres palabras que conforman el lema de la República francesa: “Liberté, Égalité, Fraternité”. Sin embargo, como bien sabemos, es un lema que, aunque precioso y deseable (utopía de nuevo), se ha demostrado fracasado por muchas razones: importantes políticos europeos han declarado que las políticas de integración de inmigrantes en Europa no han funcionado (véanse los disturbios en lasbanlieus de París hace unos años), las guerras destinadas a imponer democracias en diferentes lugares del mundo (notablemente en el norte de África y Oriente Medio) han sido un desastre de proporciones incalculables y el mundo occidental vive bajo el miedo al terrorismo islámico en lo que algunos ya llaman la III Guerra Mundial.
En la posmodernidad, el tiempo de la duda por excelencia, las nuevas tecnologías nos han mostrado un mundo amplísimo reducido a la mínima expresión de la pantalla del ordenador, la tableta o el teléfono móvil. Basta con entrar en la red para encontrarnos infinitas versiones de la desigualdad que chocan una y otra vez con la identidad que durante años nos hemos forjado a través de películas, series y novelas, en donde nuestro mundo era sano, democrático, igualitario y perfecto. Y es que, por mucho que esas obras ficcionales nos muestren el mal (el gran tema de la ficción) es tan solo un mal procedimental que siempre es vencido por la razón.
La razón, las luces, es el mayor legado que se esconde detrás del lema francés. Somos hijos de la razón, con todos los problemas que ello conlleva; pensábamos que nuestros países eran lo mejor, pero al entrar en internet o ver un informativo o leer un periódico, sentimos apesadumbrados que aquello que pensábamos ser no solo no existe, sino que es una mera ilusión dentro de un mundo que funciona a tantas, y tan variadas velocidades, que parece no ser real, por lo que sin duda optamos con proseguir con nuestra ficción.
Por mucho que nos pese, Cervantes nos recuerda que somos (eran otros tiempos y, sin embargo, los mismos tiempos) más bien, hijos de la sinrazón: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, con tal manera mi razón enflaquece…”. Y esta sinrazón, en nuestros tiempos posmodernos, tecnologizados y deshumanizados, se traduce, con mayor energía que nunca, en la búsqueda de la igualdad tan solo en términos económicos, que sería la mínima expresión del pensamiento que nació dentro de la utopía.
La desigualdad es sempiterna. Siempre ha habido ricos y pobres, listos y tontos, buenos y malos, guapos y feos. De sobras sabemos que, de haber nacido en otro lugar del mundo, probablemente usted no podría estar leyendo estas líneas ni yo no podría estar escribiéndolas. Así que a nivel global, la igualdad no existe. En cualquier caso, el mundo es demasiado extenso y nuestra existencia demasiado breve como para ocuparse de él en conjunto.
Si miramos dentro de nuestras fronteras, el panorama no es mucho más halagüeño: los sueldos públicos de los funcionarios (carrera profesional de la igualdad por excelencia, ya que en teoría sólo distingue méritos) varían de una comunidad autónoma a otra, así, un profesor de secundaria aragonés cobra menos y trabaja más horas que un profesor navarro; las mujeres cobraron un 18% menos que los hombres en 2014; un niño que caiga enfermo en Extremadura quizá no tenga acceso a una medicación que sí tendría un niño en Galicia, y así suma y sigue.
Esto es malo, pero es mucho peor que lo único que fomentaba el sueño de la igualdad en nuestro país, la clase media, haya sido arrasada por la crisis; y no se puede ser optimista al respecto, es una tragedia de proporciones bíblicas. Nunca he conocido a un rico, pero hasta hace algunos años tampoco conocí nunca a un pobre. Ahora, sin embargo, tenemos amigos pobres. No lo aparentan, no lo manifiestan e incluso pueden tomar algún licor caro en alguna ocasión, pero ellos son ya otra cosa porque no llegan a fin de mes, a pesar de trabajar.
No puedo ser optimista porque la igualdad ni existe ni existirá, pero las quimeras existen para creer en ellas, así que tampoco puedo ser pesimista. Lo que me lleva a afirmar que cualquier sociedad que se precie debe buscar la igualdad. Y puestos a elegir, desecho la distopía y sigo creyendo a pies juntillas en la utopía.
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