Homenaje a Javier Marías, nuevo concurso de Zenda
JAVIER
MARÍAS: UNO DE MIS MUERTOS
En ocasiones los muertos nos corresponden, en otras los elegimos. Por fortuna,
en mi historia personal apenas hay ningún muerto, y los pocos que tengo en mi
haber corresponden a la idiosincrasia de la vida, al paso natural del tiempo,
mis abuelos y los hermanos de mis abuelos. De momento mis padres parecen gozar
de buena salud, mi mujer parece vencer sin problemas el asedio de los achaques,
y mi hijo desafía el orden de las cosas con una mutación constante y virtuosa,
obstinado en convertirse en un ser humano pensante. Estos serían los vivos y
los muertos que me corresponden, los que me han tocado en suerte en la vida
familiar.
Luego, como
los amores o las amistades, están los vivos y los muertos que elegimos por
razones incognoscibles y mistéricas, y Javier Marías, sin lugar a dudas, es uno
de mis muertos. Los elegidos son pocos y ahora no necesitan espacio en estas
líneas. A veces los sientes de forma patética, una muerte que te conmueve sin
razón aparente y, como si fuera una obra de teatro, todo se convierte en
catarsis, pero no, la elección de Javier Marías no es de este tipo, hay una
razón más profunda.
La persona que era yo, y que se parecía a quien soy ahora, con veinticinco
años menos, rebuscaba en la inusualmente bien surtida biblioteca de mi
instituto con fervor religioso, como si cumpliera una misión que nadie me
hubiera asignado, impelido por una necesidad pertinaz que debió de nacer en
algún momento imposible de identificar. No se debe descartar una canción de
nana en lengua materna, ni los cuentos infantiles, ni las historias de los
abuelos de la noche de los tiempos, ni las canciones escolares, ni los poemas
aprehendidos y aparentemente olvidados, todo ello queda ahí, encerrado en las
nieblas infantiles, pero luego llega la conciencia, y ahí estaba, despertándola
Javier y Arturo, Arturo Pérez Reverte y Javier Marías, ese dúo infatigable que
escribía en la revista El Semanal que llegaba a casa casi por arte de
magia con el periódico Heraldo de Aragón. Y ahí estaba ese aroma a
domingo, a misa de 12 y visita a la papelería del barrio para llevar a casa la
magia de las palabras, y abrir la revista y empaparme de nombres, de
situaciones, de historias.
Soy incapaz de recordar por qué empecé a leer esos artículos, pero sé que
lo hacía con enorme ilusión, con el deseo de aprender, de formar parte de un
mundo posible que, sin yo saberlo, se estaba fraguando dentro de mí gracias al
tándem que los dos escritores forman, y no puedo usar el pasado, por mucho que
Marías haya partido, porque el presente, dentro de mí, lo será siempre.
Tampoco
puedo recordar cuál fue la primera novela de Marías a la que me enfrenté, no
descarto que accediera a ella en la biblioteca del instituto, antes de que me
abroncaran por pedir tantos libros. Sí que recuerdo, sin embargo, que el joven
que fui hace muchos años pasó varios días en casa de mi tío de Barcelona
leyendo una obra de Marías en vez de ir a la playa con mis padres.
Recuerdo, eso sí, leer Los enamoramientos en una playa de Canarias,
cuando tampoco la playa era un buen plan, pero uno no puede escapar de
supuestas obligaciones de adulto. La sensación con la prosa de Javier Marías
siempre es la misma, es como contemplar una gran montaña, uno, si está en sus
cabales, se sentirá pequeño, insignificante, nimio; la prosa de Javier Marías
ordena el mundo y me hace sentir como si contemplara en cada palabra una
fastuosa obra de arte constante; cada frase es un recordatorio de la muerte, un
aviso de lo que queda por aprender para, con toda certeza, no poder juntar
palabras ni con la mitad de virtud que el genio Marías.
Pasé un
tiempo con Berta Isla, fascinado, de nuevo, con la belleza inusitada de
las palabras y con el dolor de la esposa del espía en una novela de espías en
donde lo que se escudriña, realmente, es nuestro propio ser. También, claro,
con Tomas Nevinson, aquí mismo, en el instituto donde trabajo intentando
que mis alumnos aprendan palabras y que intenten leer el mundo para desconfiar
de sí mismos. Una compañera del Departamento esperaba pacientemente a que
finalizara el libro mientras me decía que se me notaba emocionado con su lectura.
Mientras
tanto ha habido, lo sé sin recordar, otras obras y muchos otros artículos,
algunos de ellos han sido exámenes para mis alumnos que parten a la universidad
a buscar su sitio en el mundo; otros, simplemente, forman parte de mí, como la
forma Javier Marías, o al menos su obra, si es que podemos distinguir al humano
de sus palabras impresas.
El día que Javier Marías se fue, yo estaba intentando subir el pico Arriel
en el Pirineo aragonés, un domingo de septiembre de 2022, así que no me enteré
hasta el día siguiente, poco antes de entrar al instituto donde trabajo como
profesor de Lengua castellana y Literatura. La conmoción fue inmediata por la
certeza de que alguien que formaba parte de mi vida se iba para siempre, sin
que pudiera darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí sin siquiera
saberlo.
Cuando entré
al centro me fui a la biblioteca a buscar un ejemplar de alguna de sus obras,
no encontré ninguna por esa mala costumbre mía de llevar libros a clase para
los alumnos con la esperanza peregrina de que pronto los leerán y devolverán.
No había ninguna de sus obras y, de repente, me pareció que no podía haber un
mejor homenaje, al fin y al cabo, sería poco probable que yo fuera quien soy
sin él y sin sus palabras, y era de justicia poética que sus palabras
estuvieran viajando sin fin.
Por todo
ello, sin duda alguna, Javier Marías es, y será siempre, uno de mis muertos.