LA
ISLA DE LOS CANÍBALES
"Ser es, esencialmente, ser
memoria". E. Lledó
Dedicar
un verano a remover la historia me parecía una idea tan mala como cualquier
otra, sin embargo, hasta mi proverbial pereza me incitaba a aventurarme por los
caminos de la memoria familiar. Por lo menos, me dije, servirá para refrescar
el ruso de la Escuela de Idiomas ya olvidado.
Desde
España era imposible hacerme una idea de lo inmarcesible de la maldad humana.
Solo un nombre: Nazino. Google Maps
lo muestra como una pequeña porción de tierra entre dos lenguas enormes de agua
en el río Ob, en el fin del mundo; la nada más absoluta.
Apenas dediqué un par de días a visitar la grandiosidad
ajada de Moscú. Tras varios días en tren llegué a Tomsk. El último lugar
habitado a donde llegaban los deportados. Solo tenía una pista fiable: la
biblioteca. La mujer de pelo rojo, me miró sorprendida cuando le tendí un papel
en donde había escrito en cirílico “Velichko”. Inmutable, me acompañó a la
sección de Historia. El anaquel central de la sección se dedicaba a Nazino.
Cogió el informe de Velichko y me dio la mano: “Hacía mucho tiempo que
esperábamos que alguien viniera a vernos”. Se dio media vuelta y se fue,
dejando el mal impreso en aquellas hojas escalofriantes.
Me costó varios días asimilar toda aquella información,
también lágrimas. Tras cada nombre, tras cada asesinato, tras cada acto de
antropofagia siempre la misma pregunta, ¿por qué?
Días después me acompañaron a la isla. “A las víctimas
inocentes de los años de incredulidad”,
eso es lo que rezaba la plaquita incrustada en la humilde cruz rodeada por
flores que los vecinos habían levantado en el prado de las masacres de las
deportaciones. Eso es lo que contaría a mi familia sobre la isla de Nazino.
No les contaría las muchas horas pasadas en pésimos
transportes, ni los insectos que nos devoraban, ni la inmensidad del río donde
el cadáver de aquel familiar lejano, probablemente, habría acabado. Tampoco que
allí no había nada. Sólo el silencio. ¿Cómo contarles el silencio?
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